
Por: Carlos E. Flores
Afuera, una ciudad cualquiera seguía su curso. Adentro, en un aula de la Universidad Tecnológica Equinoccial (UTE), sede Rumipamba, por un fin de semana dejó de hablarse solo de eficiencia o precisión. Allí, casi cien personas se reunieron para pensar juntas cómo sostener un engranaje que, en realidad, nunca se detiene.
El Banco de Alimentos de Quito lleva más de dos décadas recuperando productos que ya no se van a vender pero aún pueden alimentar. Lo que mucha gente no ve —porque no sale en fotos ni en titulares— es que ese gesto solidario solo ocurre si detrás hay refrigeración, transporte, clasificación, registro, distribución. Todo eso cuesta. Y no poco.
Frente a eso, decidimos organizar un hackatón. Pero no cualquier hackatón. Lo que queríamos no era solo una solución funcional, sino una exploración colectiva sobre cómo hacer que la tecnología no sea un fin en sí misma, sino una herramienta para repensar vínculos. Nos interesaba menos el producto terminado y más la pregunta que lo originaba: ¿qué implica hoy “hackear” una causa?
Durante dos días —el sábado 17 y domingo 18 de mayo de 2025—, 19 equipos provenientes de distintas ciudades y disciplinas trabajaron sobre un reto concreto: abrir caminos para que las personas puedan donar al Banco de manera simple, confiable y continua. Algunos equipos venían de la programación, otros del diseño, la psicología, la gestión. Esa mezcla fue parte esencial del proceso: los lenguajes se desbordaron, las ideas se contaminaron (en el mejor sentido), y poco a poco emergieron posibilidades que no estaban en ninguna hoja de ruta inicial.
Desde Openlab, acompañamos ese cruce. Una de las tareas más complejas fue lograr que quienes participaban entendieran que no se trataba de resolver un problema técnico aislado, sino de entrar en la lógica viva de una organización que funciona todos los días con recursos justos y tiempos reales.
No todo se puede resolver en un sprint de 36 horas, y vale la pena preguntarse cuáles son los límites del formato. Un hackatón, por definición, acelera. Invita a condensar ideas, a producir en poco tiempo, a mostrar resultados. Pero hay procesos que no pueden comprimirse: el ritmo interno de una organización, los ajustes necesarios para adoptar una nueva herramienta, las relaciones de confianza que se tejen —y se sostienen— con las comunidades a las que se sirve.
Tampoco todas las soluciones que emergen en estos espacios sobreviven al lunes siguiente. Algunas se quedan en el pitch. Otras funcionan técnicamente, pero no logran insertarse en la lógica operativa real. Nombrar esos límites no le resta valor al formato. Al contrario, lo afina.
Y sin embargo, hay algo que el hackatón sí produce —cuando está bien cuidado—: una interrupción. Una pausa en el ritmo habitual para pensar en colectivo, con personas que no siempre trabajan juntas, sobre problemas que no siempre tienen nombre claro. El aporte no está solo en el código. Está en la mezcla de disciplinas, en la apertura de preguntas, en la posibilidad de que una fundación se deje interpelar por desarrolladores, y viceversa.
Eso fue lo que ocurrió aquí. No fue perfecto. Pero sí fue fértil.
La calidad de las propuestas nos obligó a hacer algo inusual: abrir una semifinal que no estaba prevista. Tres proyectos —Dona Fácil, REDIA y Cygnus— lograron no solo responder al reto, sino ampliarlo. Pensaron en escalabilidad, en confianza, en experiencia de usuario, pero también en lo simbólico, en lo que significa donar más allá del clic.
Una respuesta entre muchas: lo que desarrolló el equipo Dona Fácil
Un hackatón no es solo una metodología acelerada ni un espacio de innovación con cronómetro. Puede ser, cuando se cuida el contexto y se escucha lo que hay en juego, una forma de entrar al hueso del problema. De no quedarse en la superficie del “qué falta”, sino de rodear el “cómo funciona” y, sobre todo, el “por qué cuesta cambiarlo”. No se trata solo de soluciones. Se trata de comprender mejor lo que se intenta resolver.
En este caso, la pregunta era clara: cómo mejorar el sistema de donaciones del Banco de Alimentos de Quito. Pero lo que ocurrió fue más amplio. Se produjeron prototipos, sí, pero también se ajustaron ideas, se redefinieron premisas, se compartieron aprendizajes entre personas que normalmente no trabajan juntas. No todo lo que se construyó fue código. Hubo también hipótesis, discusiones, conversaciones que permitieron ver el problema desde lugares distintos.
Esa es quizás una de las potencias del hackatón cuando se abre más allá del desarrollo técnico. No siempre se trata de construir una herramienta. A veces se trata de producir un diagnóstico, de identificar patrones, de recoger preguntas que no estaban sobre la mesa. Lo cualitativo también es una forma de solución, aunque no tenga un botón de inicio.
En Openlab pensamos el hackatón como una tecnología social. No como un evento con formato, sino como una estructura temporal que permite que distintas inteligencias colaboren de forma situada. Lo que circula ahí no es solo funcionalidad. También hay cuidados, conflictos, aprendizajes que no caben en una entrega final.
Eso fue lo que ocurrió aquí. Durante un fin de semana, con todos sus límites, se abrieron conversaciones que siguen dando vueltas. Y quizás, entre todo lo que se diseñó, esa haya sido una de las cosas más valiosas.